Los Dos Rojas

sábado, 15 de enero de 2011

La Evolución histórica de la cocina chilena











Por Gonzalo Rojas Aguilera



Antiguas y nuevas miradas en el estudio de la cocina chilena


Resulta curioso constar que, siendo Chile una nación ampliamente reconocida por su trabajo historiográfico -donde resaltan cada tanto nombres de maestros cuyo prestigio ha trascendido con creces nuestras pequeñas fronteras- la historia de la cocina o bien el estudio historiográfico de las tradiciones culinarias nacionales es aún, en gran medida, un campo incógnito.



Conocemos con obsesivo detalle hasta la tipología de las balas que se usaron en la Guerra del Pacífico y cada uno de los pertrechos trasportados por el Ejército Libertador de Los Andes; Con bizantina solemnidad hemos registrado el minuto a minuto de las discusiones parlamentarias de nuestra Era Republicana; No obstante, ¿Qué sabemos de nuestra historia culinaria, de nuestras cocinas, de nuestra gastronomía tradicional?








En el “Prólogo Goloso” que Ruperto De Nola hiciese recientemente para la re-edición de los “Apuntes para la historia de la cocina chilena”, de Eugenio Pereira Salas, a cargo de la historiadora Rosario Valdés, se expresa simpática y sintéticamente esta inquietud, a propósito de la necesidad de investigar sobre lo que comúnmente hoy en día se conoce como la pequeña historia o historia cotidiana: “¿A qué hora se levantaban nuestros honorables antepasados?, ¿Cómo eran las fiestas de matrimonio que celebraban? Y, para ir al grano, ¿qué comían y a qué hora? A juzgar por alguna de las magnas historias generales que enorgullecen a la historiografía nacional, nuestros ancestros vivían casi como cuerpos gloriosos, en estado de perpetuo ayuno y resulta imposible ubicarlos en la dimensión temporal de cada uno en sus días”.





Es también cierto que la pregunta por nuestra cocina implica, necesariamente, una interrogante por nuestra propia idiosincrasia, por nuestras tradiciones, nuestra cultura con todos sus beneficios y bemoles, una forma de mirarnos en el espejo de nuestra propia historia, que nos narra lo que hemos sido como nación y lo que hemos llegado a ser con el paso del tiempo y el progreso de las circunstancias. Una temática que afortunadamente está concitando el interés de un número creciente de profesionales que, desde distintas perspectivas y disciplinas académicas, han ido abordando las diversas consideraciones que le caben al mundo gastronómico chileno.


Recientemente, por ejemplo, a los tradicionales compendios y tratados –siempre vigentes- de la historia cultural y culinaria chilena con que todos los que gustamos de estas materias nos hemos (in)formado -como los “Apuntes” de don Eugenio, “El arte de cocinar” de Abate Molina o el “Sabor y Saber de la cocina chilena” de Hernán Eyzaguirre- han ido sumándose esfuerzos investigativos que han servido, o bien como complemento, suplemento o actualización de aquellos conocimientos, o bien como una verdadera cuña que ha permitido abrir todo un nuevo campo de estudio sobre temáticas culturales, en términos generales, pero específicamente culinarias y patrimoniales, que han entregado interesantes luces sobre este vacío al que se refería don Ruperto.


Además del trabajo de Valdés, las investigaciones que el campo de la historiografía están llevando a cabo Carolina Sciolla e Isabel Cruz ya han rendido importantes frutos, como también lo han hecho los destacadísimos trabajos de la antropóloga Sonia Montecino, sólo por nombrar los más connotados, y por supuesto, los que en el ámbito de la salud medicinal ha realizado el doctor Federico Leighton, especialmente aquellos que han puesto énfasis en las propiedades ecológicas de la dieta mediterránea, de la cual, no cabe duda, Chile es un activo participante.


Una tendencia que actualmente ha desbordado el, a veces, estrecho mundo de las academias universitarias y está incorporando cada vez más gente, personas que desde su propia historia y punto de vista han ido acercándose al mundo de la investigación en temas de cocina y tradición.


Tendencias que sin lugar a dudas han de sobrevivir a la “moda Bicentenario”, que están dando y darán que hablar con creciente fuerza. Sustentadas en trabajos serios y comprometidos, mas no por ellos menos académicos o deficitarios en su calificación. Una conjunción de ideas, historias, vivencias y conocimientos que, sumados y complementados van ayudando no sólo a ampliar el mosaico de culturas y tradiciones con el que nos movemos a diario al interior de nuestras cocinas, sino además permiten promover con fuerza una mayor democratización del discurso culinario, aquél que históricamente estuvo apresado por las costumbres oligárquicas, altamente europeizadas y muy poco preocupadas de atender el sustrato cultural de las cocinas mestizas que han ido gestándose de manera natural desde la base de la pirámide social.





Evolución histórica de la cocina chilena


En términos generales, las cocinas chilenas tanto regionales como metropolitanas han sido descritas por la historiografía como “artes culinarios más bien rudimentarias”, ejemplos donde resalta, por lo menos hasta bien entrado el siglo XX y desde que conocemos registros, el consumo predominante de carnes, la escasez de ensaladas y frutas como elemento constitutivo de la dieta, una crónica falta de higiene –no existía el agua potable, ni mayor preocupación por ella, por ejemplo- pero un ánimo persistente de fiesta.


Asimismo, una presencia casi insoslayable de aliños y vinagres, utilizados más como preservantes que como sabrosuras, por lo menos hasta la democratización del uso de las tecnologías de refrigeración. Una cocina de cocción lenta, principalmente a leña, y que hasta los tiempos de la Independencia se caracterizaba por las celebraciones laicas y religiosas (que sumadas representaban casi la mitad del calendario), compañera de chinganas, juegos de challas, ramadas y carreras de caballos, episodios en que abundaba la chicha de maíz, la mistela de aguardiente y por supuesto, el vino.


Ya desde los siglos XVII y XVIII aparecen las “colaciones”, preparaciones tradicionales de la época, accesibles para todo público que solían acompañar las fiestas públicas. Allí encontramos a los casi omnipresentes alfajores, los dulces secos y descarozados, los dulces de hojaldre con manjar, los pasteles de huevo y las tostadas, antes conocidas por su pan remojado, luego frito y espolvoreado. También el clásico dulce de membrillo y el manjar blanco, hecho con grasa animal, los duraznos el almíbar, boñuelos y el “suspiro de monja”. Platos dulces que fueron descritos por los contemporáneos como “lo mejor de la cocina chilena”, postres de deleite masivo y abundante, no así como la máxima delicatessen de antaño: El Helado, que en sus versiones de canela, bocado y vainilla resultaban ser el placer prohibitivo de las clases populares, manjar de fiestas aristocráticas y celebraciones diplomáticas.


En el ámbito de lo salado, parecieran hacerse aún más patentes las diferencias abismales entre las clases sociales chilenas. Muy propio de los estratos acomodados de la independencia fue el consumo de finos cortes de carnes saladas, pescados exóticos, pejerreyes traídos desde fincas ribereñas a Aculeo o bien el consumo de ciertas legumbres, como las habas, y por supuesto, el pan blanco (dado que la harina blanca y refinada era muy onerosa, por lo tanto, un símbolo de estatus social).






En el mundo popular era común – y desde tiempos tempranos de la Colonia inclusive- observar el consumo de charquicán, de chicharrones (en ocasiones hechos con los despojos de la vaca), tortillas al rescoldo, panes integrales y la conocida “galleta del peón”, a base de harina integral y manteca de cerdo.





Pocos platos eran compartidos por los diferentes grupos sociales (digno es el ejemplo de la cazuela en sus versiones de pava, vacuno y ave), y la verdad es que la trazabilidad de la alimentación chilena de los inicios de la república resultaba prácticamente inexistente, circunstancia donde aparecía con fuerza la idea de una cocina en plural: cocinas regionales, fuertemente marcadas por los productos y costumbres locales.









Existía una sub-valoración muy arraigada por los productos nativos, como los porotos (“porotos, cena de rotos”) el choclo y el charqui; asimismo con el piñon, el ají y el merquén, la chuchoca, los porotos, la papa, la arveja, la harina de maíz y todo aquello que tuviese algunos visos de cultura amerindia o africana. Por otra parte, la cocina tradicionales española era vista como algo muy ajeno en el Chile de inicios del XIX, más bien como una rareza de metropolitanos y peninsulares. También virtualmente inexistente, ya que lo en efecto sucedía, no era otra cosa que la constante mezcla de insumos para la cocina, cuyas valoraciones iban, con el tiempo, quedando supeditadas al sabor más que a la procedencia. Tales son los casos del ajo y el tomate, que prontamente fueron conquistando espacios en las clases altas y en Europa incluso, hasta ser incorporados muy tempranamente como elementos de protagonismo en las dietas hispánicas, o bien los ejemplos de la cebolla, el trigo, el cerdo, la vaca y la gallina, productos que prontamente fueron incorporados por el mundo popular no criollo, teniendo como resultado el reforzamiento de la realidad mestiza de la gastronomía chilena, materializada en los chupes, las empanadas, los pucheros, los anticuchos, los arrollados y longanizas, los porotos con mazamorras, las humitas, el tomaticán, el salpicón, la carbonada, el ajiaco, el pan amasado y la versión criolla del pastel de papa.


Durante el siglo XIX, las cocinas tradicionales heredadas desde la Colonia experimentaron profundos cambios; muchos de ellos contribuyeron a aguzar las diferencias de clase así como otros hicieron más visible las diferencias regionales, ya sea por la creación de nuevas tradiciones fuera de al ámbito del Valle Central, o bien por la llegada de comunidades de inmigrantes que, entre sus manos, traían consigo el “sabor y saber” y sus cocinas de origen.


La llegada de yugoeslavos (principalmente croatas, que también arribaron y afincaron en el extremo sur) al norte del país, sumado a la anexión territorial del Norte Grande durante el último tercio del siglo XIX permitió la configuración de una cocina mestiza nortina, tradiciones mezcladas de Europa y el mundo andino en que la quínoa, los mariscos, el charqui camélido y los tubérculos propios de los mundos aymarás, diaguitas, changos y atacameños, como la apilla u oca, el isañu y el olluco, fueron mostrándose en las versiones del asado nortino, el chairo, la guatia y por supuesto, la calapurca.




Lo mismo en las zonas centro y sur, territorios en que a las tradicionales culturas mapuches y a la española se fueron agregando las costumbres de italianos, suizos, franceses, ingleses, alemanes, árabes palestinos, sirios y libaneses, y que en épocas más recientes han sido aún complementadas por los inmigrantes venidos desde el lejano oriente, como chinos, japoneses y coreanos; también la incorporación de elementos polinesios, vía Isla de Pascua, peruanos, centroamericanos y mexicanos, y por supuesto, estadounidenses desde la segunda mitad del siglo XX y hasta nuestros días, van completando el mosaico actual de las cocinas chilenas, con mayor o menor intensidad y persistencia. Lo que, en palabras del historiador y sociólogo de la Universidad de Chile, Gastón Jara León: “Es una globalización y una tendencia a la fusión culinaria, en que diversas tendencias se han hecho presentes (¿Qué es eso del sushi con palta, por ejemplo?). Desde ese punto de vista, creo que cada tendencia que ha surgido históricamente se ha mantenido con diferentes intensidades, pues existe un componente pasajero de moda, pero también un proceso de asimilación cultural”.


Desde el cancato, los chapaleles, el curanto y el asado al palo o chiporro, hasta la paila marina, el caldillo de congrio y el chupe de jaibas, todos los baluartes de estas cocinas australes y no tanto, están teñidos de mestizaje. Ese misma cualidad mestiza que hacía notar Molina hace más de doscientos años, o los cronistas del siglo XIX que, en su versión moderna del Círculo de Cronistas Gastronómicos, y en la mirada casi unánime de cocineros, académicos y amantes de la mesa servida y humeante, resulta ser, con creces, la principal virtud de la tradición culinaria chilena. Esa que se está viniendo con fuerza, por entre los valles, desde las picadas, primero, y que ahora está cada vez más presente en las mesas de todos; o al menos, sino de todos, de todos aquellos que gustan, del sabor de la cocina chilena como patrimonio cultural.


Como se observa, un inmenso campo de estudio en el que recién comienzan a abrirse paso los aventurados y “hambrientos”, de alguna manera u otra ingeniándoselas para obtener aquellos esquivos documentos que yacen casi olvidados y polvorientos en archivos y bibliotecas, en las cocinas de las abuelas y quizás en más de alguna caja que el tiempo varó en una bodega.


Comer, conocer y mostrar las tradiciones de nuestras cocinas chilenas, posiblemente no nos hará distintos de lo que ya somos, seguramente no mejores, pero si aumentará, sin duda alguna, el tamaño de nuestro disfrute, el espacio de la camaradería, la extensión de la sobremesa y con creces, la nostalgia por los sabores de ayer y de hoy en estas latitudes.



(Fin)


lunes, 13 de septiembre de 2010

Quod licet regis no licet populus

Quod lícet rêgis no lícet populus

“Lo que está permitido al rey, no está permitido al pueblo”


Por Gonzalo Rojas A.


Hace cinco años, en la última gran boda real de Occidente, los Reyes de España obsequiaron a los Príncipes de Asturias un vino especialmente embotellado para ellos, un Bárbara Forés de Terra Alta, cuyo precio ni siquiera se conoce con exactitud pero los especialistas estiman en a lo menos, unos seis o siete mil euros. ¿Cuántos de nosotros estaríamos en la actualidad en condiciones de adquirir y disfrutar una botella de aquellas entre las más cotizadas del mundo? Pensemos en un Chateau Petrus, un Romanée Conti; quizás un generoso Inglenook de Napa o bien un para nada eludible Château Mouton-Rothschild. Posiblemente un Cheval Blanc, un Château d´Yquem o acaso un Château Lafitte, o el delicioso –dicen- australiano Penfolds Grange Hermitage.


Lo cierto es que hoy, como ayer, aquellos vinos son prácticamente inalcanzables para el ciudadano común y corriente, cuyos precios abultan varios ceros en dólares o euros. Y que para tristeza de muchos de sus enólogos, gran parte de ellos terminan en alguna enoteca como trofeos pomposos del poder adquisitivo y sólo en el mejor de los casos son descorchados, enhorabuena, a tiempo prudente en una mesa principesca en algún rincón del mundo. Mal que mal, digamos que... si tal gloria no es para mí, permite señor que para alguien lo sea en la vastedad de tu reino.


Ahora bien, se ha dicho: “hoy, como ayer”. Claro, como lo ha sido siempre. Porque en definitiva, desde que el mundo es mundo y que el vino es vino –y unos mejores que otros- el prestigio de los más deliciosos vinos ha elevado su precio hasta hacerlos inalcanzables para las personas comunes, circunscribiendo su consumo a las mesas de reyes y emperadores que han hacho hasta lo imposible por tenerlos entre sus deleites. Como pasaría con cualquier artículo de lujo, finalmente su precio estriba en lo inaccesible, en su condición reducida, casi esquiva, rozando en muchos casos la perfección de lo quimérico y fugaz.


Entonces, ¿Qué habrá tenido la copa victorioso de Agamenón tras la conquista de Troya? ¿Cómo habrá sido el vino que mandó traer el mismísimo Alejandro Magno el día que venció en Persépolis? ¿Los vinos predilectos de Julio César, de Adriano, de Marco Aurelio? En síntesis, ¿cuáles han sido por excelencia, los vinos de reyes?


Cuando el arqueólogo Howar Carter encontró la tumba del faraón egipcio Tutankamón en el Valle de Los Reyes, en 1922, entre otras cosas halló restos de vino en las seculares ánforas que acompañaban el descanso del joven emperador. Restos del brebaje de Osiris que tendrían, a lo menos, unos 3.300 años y que serían el mudo testigo de la presencia del vino en el Antiguo Egipto.


Un poco más sabemos de los vinos de Mesopotamia, época en que parecieran ser especialmente afamados los traídos desde los montes Zagros (en la actual frontera entre Turquía e Irak) cercanos al cráter del Ararat, donde la mitología hebrea situaba el desembarco de Noé, un humilde y piadoso viticultor de la antigüedad. En la más antigua de las épicas literarias conocida como “La epopeya de Gilgamesh” es este mítico rey sumerio es el que recibe de la diosa Siduri la sabiduría de “abandonar la búsqueda de la inmortalidad, porque los dioses crueles decretaron que todos los seres humanos deben morir”, al tiempo que le aconsejó regresar a su hogar y disfrutar de las cosas buenas de la vida: “bañarse y vestirse, comer y beber vino, jugar con sus hijos, hacer el amor a su esposa, y hacer cada día una fiesta”. La misma diosa habría entregado a Uta-Napishtim, el antecedente literario del Noé hebreo, el “vino rojo, aceite y vino blanco para los trabajadores [para beber], como si fuera agua del río, Para que celebrasen como en el Día del Año Nuevo”. Sabias enseñanzas que más tarde serían recogidas por los filósofos estoicos de Grecia que solían brindar: “Por el comer, beber y ser feliz, que mañana moriremos”. El día que Alejandro Magno venció en Persépolis habría mandado traer el vino de Shiraz, en Persia, para honrar a sus tropas y brindar por la ciudad capital de su inabarcable imperio.


Célebres fueron en la Antigüedad Tardía los vinos de Samos, Tasos, Lesbos y Rodas, y en especial los de la Isla de Quíos, denominada simpáticamente por los historiadores como el “Burdeos de la Antigüedad”, lugar desde donde provenían los más apetecidos vinos tomados en la Grecia Clásica de Pericles, en que filósofos como Sócrates, Platón o Aristóteles brindaban del camino a la Acrópolis.


En tiempos romanos, fueron célebres los viñedos de Lusitania, de la Hispania Romana y por supuesto los vinos fenicio-cartagineses. Se dice que Julio César sería uno de los padres de los vinos Galos, con quienes procuró apagar su sed poco antes de morir. Adriano recuerda con nostalgia en sus memorias los “vinos resinosos y el pan de sésamo de Grecia” y emperadores desquiciados y luciferinos como Calígula o Nerón solían ser amantes de los vinos de Samos y Delos.


Toda la Historia Universal está regada con vino. La Francia Merovingia de Clovis, la España Visigótica de Recaredo, primer rey Católico de la Cristiandad y ya en el apogeo de la Alta Edad Media conocemos la pasión que despertaban los vinos de la Borgoña en el emperador Carlomagno, quién además de desvivirse por la unificación de Europa, demostró gran preocupación por la vitivinicultura, estableciendo denominaciones de origen hacia el siglo IX tanto en Francia como en Germania e inclusive imponiendo el uso de las barricas de roble en las abadías y monasterios. Bajo su mandato el imperio franco abarcaba desde la Ile de France hasta Sajonia por el norte, Toscana y Austria por el sur y el este.


En su honor, recogiendo su gusto por los blancos, hoy hallamos el Corton-Charlemagne y distintas zonas de Europa que, como Johannisberg y Pfersigberg en Alsacia, Anjou y la denominación Cornas, del Côtes-du-Rhône honran la memoria de su fundador.


Pero en la historia de vinos y reyes sin duda que hay una celebridad insuperable: El Tokaj o Tokay, “vino de reyes y rey de todos los vinos” como fue aclamado en las cortes de Versalles en los tiempos del mismísimo Luís XIV. De orígenes diversos e inciertos, con un halo de misticismo que pareciera impregnarlo todo, esta auténtica reliquia viva de la viticultura europea, que, si bien es prácticamente desconocida en nuestro país, ha sido nada menos que uno de los manjares más apetecidos del Viejo Mundo desde hace siglos.


Tokay es originalmente el nombre de la una región húngara donde se cultiva este especial vino dulce. Ubicada junto a las fronteras con las repúblicas de Ucrania y de Eslovaquia, con una superficie apenas superior a las cinco mil hectáreas, ya desde el siglo XVI ha sido considerada como uno de los principales atractivos de la nación magiar. Innumerables son las leyendas que se han contado por siglos de ella, en especial las que celebran las bondades de su vino homónimo. Se sabe, por ejemplo, del verdadero enamoramiento que suscitaba en el filósofo francés Voltaire, quién decía que una copa de este exquisito manjar le “vigorizaba el cerebro al mismo tiempo que estimulaba el alma”. Fue invitado inexcusable en todo gran banquete desde los tiempos renacentistas, cuando fue descubierto por los europeos occidentales, y amigo inseparable de reyes y emperadores como Alfonso XIII de España, los emperadores Carlos V de Habsburgo y Maria Teresa de Austria, de quién se ha escrito que fue su emblemática embajadora – se lo habría presentado al Papa Benedicto XIV, que, lleno de gozo, exclamó: “Bendita sea la tierra que te vio nacer, Bendita sea la Dama que te trajo aquí y bendito sea yo que te pude probar”. El mismísimo Zar Pedro el Grande de Rusia y su sucesora, Catalina, aparecen en el largo listados de los amigos “históricos” del Tokay. Literalmente endiosado por poetas de la talla de Goethe y amado por músicos y artistas en general, lo cierto es que Tokay llego a ser simplemente sinónimo de placer y nobleza para todo aquél que por fortuna se haya cruzado en su camino con una de estas esquivas y pequeñas botellas.


Posiblemente el origen de la leyenda que acompaña al Tokay por el mundo está íntimamente relacionada con la forma misma en que se produce. En efecto, este tipo de vino dulce es el primero del que se tiene noticia elaborado a partir de uvas atacadas por la “podredumbre noble” o botritis cenerea, base con la cual se produce también nuestro conocido late harvest. Dos siglos antes que en Francia se descubriera este método con el cual se producen los vinos de Sauternes, y mucho antes que en Austria y Alemania se comenzase a producir los vinos de trockenbeerauslese o bien que en España y Portugal se hicieran famosos los vinos de Jerez y Oporto, en la región húngara de Tokay ya se utilizaba este singular método.


La leyenda húngara cuenta que tras la demoledora invasión tártara en el año 1241 la región quedó devastada. Tras ello, el rey Belo IV habría invitado a colonizadores de origen alemán e italiano. Estos últimos, trajeron una de las principales variedades de vino usadas en la región de Tokay, el “Furmint”. No obstante, el Tokay dulce tendría un origen posterior. Tras las invasiones turcas otomanas del siglo XVI, la necesidad de desplazamiento y exilio por parte de los habitantes de Tokay habría obligádoles a abandonar sus viñedos, que a merced de la humedad otoñal se habrían podrido. De regreso, decidieron utilizar las uvas podridas para hacer el vino que se pudiese. De casualidad, descubrieron el “oro en su estado líquido”. Desde entonces, los vinos dulces de Tokay pasaron a ser el principal artículo de exportación, principalmente de los comerciantes de las ciudades libres de Levoča y Bardejov, famosas en la época por su vanguardia y ambiente festivo, similares en “alegría y disipación” que las de Moravia y Bohemia (de ahí el adjetivo de “bohemio” al amante de la noche y la fiesta), que en tiempos de Carlos IV (+1378) ya contaban con una de las festividades del vino más famosas de Europa Central, fiesta que aún se celebra cada septiembre en los castillos de Karlštejn y Melnik, la famosa ciudad checa donde bodegas históricas reciben a sus visitantes.


Fue también el emperador Carlos V, aquél en cuyos dominios “El Sol jamás proyecta su sombra”, quién se hizo famoso no sólo por su afición a los vinos húngaros y las cervezas de Flandes, sino además por su gran celo ante la pureza de los vinos de España. Entre su voluminoso epistolario encontramos la “Ordenanza contra que se aderezase el vino con yeso ni otra cosa” y la “Carta de C. V al Corregidor y Juez de Ávila, sobre adobar los vinos”, célebres misivas del siglo XVI aún hoy reacordadadas en Alicante y Aragón. Ya varias décadas antes, Fernando el Católico, padre de Carlos V, en 1510 había proscrito la distribución en Alicante de vinos procedentes de otras tierras, cuidando la pureza de sus vinos predilectos. Su nieto Felipe II en 1596 confirma aquél privilegio escribiendo: “La Collita de Visia la Mes principal de la qual se sustenta molta gent així principal com plebeyos”(sic). Vinos que hacia el siglo XVII se exportaban a las mesas reales de Inglaterra, Escocia y Flandes.


A propósito del citado Rey Sol de Francia, el duque de Saint Simón, cuenta en sus memorias que cuando Luis XIV estaba a las puertas de la muerte, consumido por la gangrena, el único alimento que admitía era “bizcochos mojados en vino de Alicante”, remedio similar al que utilizaría Felipe V para apaciguar los dolores provocados por la gota.


También en España, celebres son los vinos de Nájera (La Rioja, Navarra) parada obligada de los peregrinos de Santiago desde el año 1020, cuando el rey Sancho III tomó la decisión de habilitar el camino a Santiago de Compostela, donde cada año apagaba su sed en el descanso hacia el monasterio de Santa María la Real.


Pero hemos hablado mucho de reyes y muy poco de reinas. Aquí la primera figura femenina que aparece es la de Nicole Barbe Ponsardín, la famosa viuda de Cliquot, mujer noble –aunque no reina- que a la muerte de su marido construyó uno de los más grandes imperios vitivinícolas de Francia. Se dice que habría introducido mejoras al método champenoise utilizado por Pierre Perignon, ideando el degüelle como solución para retirar los restos fermentativos que permanecían en la botella, procedimiento utilizado aún en la actualidad. Entre las denominadas “viudas de Champagne” encontramos además a Jeanne Alexandrine Pommery, promotora del consumo de los champagnes brut, a Mathilde Perrier (de Laurent-Perrier), Elisabeth Salmon (de Billecart-Salmon) y por supuesto, a Elisabeth Bollinger. Curiosamente todas ellas viudas, de Champagne, famosas viticulturas que crearon verdaderas obsesiones para los reyes de Francia como Luis XV, quién en 1745 habría ofrecido un fastuoso banquete para “honrar al espumoso de Champagne”.


En la historia de Francia en general y de Champagne, en particular, encontramos en distintas épocas numerosas referencias al vino y a sus reyes. Entre los siglos XII y XIII, María de Valois y Leonor de Aquitania hicieron célebres los vinos del sur del reino. Tras la paz de 1284, cuando Juana de Navarra y Champagne casó con Felipe, futuro rey de Francia, quién fue coronado en 1314 con el nombre de Luis X, Champagne pasó a formar parte definitivamente de la corona francesa y de la mano del gobierno local de. Herbert de Vermandois, primer Conde de Champagne (extravagante noble al que se le cuentan entre sus alocadas excentricidades el haber nombrado Arzobispo de Reims a su hijo de 5 años) la región comenzaría a hacerse cada vez más famosa por sus generosos vinos. Un lugar común de la historiografía avinada ha rescatado la anécdota de Carlos VI, quién en 1398 habría llevado al emperador Wenceslao de Alemania a firmar la cesión de la provincias del Rhin, quién “borracho, debido a la gran cantidad de vino de Champagne que bebía, firmó todo lo que los franceses le pusieron por delante”.


El vino cuenta entre su voluminosa fanaticada histórica también a piratas y corsarios, como Sir Kenelm Digbi, Sir Francis Drake y James Cook. Prácticamente no hubo grandes y pequeños descubridores que no le rindieran pleitesía y procuran trasuntar su fama y gloria en la adquisición de los mejores vinos de su tiempo. Desde Cristobal Colón hasta Hiram Bingham y desde los filósofos griegos y romanos hasta los modernos racionalistas ilustrados y naturalistas del siglo XIX, el vino siempre ha estado entre las recompensas que les deparó el destino y la gloria. Descartes, Voltaire y Montesquieu morían por los vinos de Bordeaux. Los mejores vinos de Francia fueron a parar a los agasajos de los Médicis en la Italia renacentista y entre los más vehementes defensores de los vinos corzos y sardos se cuentan a los reyes de Aragón y los papas Borgia del siglo XVI.


Ciertamente que los mejores y más sobresalientes vinos de cada período han terminado su existencia en las mesas reales. Han servido para apaciguar conflictos, celebrar la paz o iniciar guerras. Sirvieron en distintas épocas para unir dinastías y para envalentonar separaciones – ¿Qué vino habrá tomado Enrique VIII antes de lanzar su anatema contra el Papa, o qué habrá acompañado las tardes de embriaguez de Nicolás II de Rusia mientras vería como indefectiblemente su imperio de desmoronaba?-. Seguramente fue un vino dulce de Sauternes el que endulzó el paladar aciago de un Luis XVI camino a la guillotina, o un suave jerez el que sirvió para apaciguar la locura de Juana al ver morir entre sus brazos a su amado Felipe El Hermoso.


Vinos que no probamos y difícilmente lo haremos, me lamento. Como decíamos al principio de este artículo, tal como ocurre con cualquier esplendor: resulta esquivo al común de los mortales. Qué le vamos a hacer, si, como reza el viejo adagio romano: Lo que está permitido al rey, no está permitido al pueblo.


No queda más que tomarlo con humor. En suaves tragos, de eno-lectura liviana y entretenida, para disfrutar al menos la historia que nos han dejado al cabo de los siglos aquellos Vinum regum, rex vinorum (vinos de reyes, reyes de los vinos).


viernes, 15 de mayo de 2009

Reseña sobre la vida y obra de Isidoro de Sevilla




Los eruditos estiman que Isidoro de Sevilla nació el año 560 en la ciudad de Cartagena, o bien en sus cercanías. Sabemos que murió el 4 de abril del 636 en la ciudad de Sevilla, de la cuál fue obispo durante más de tres décadas (599 al 636), cuyo ejercicio le cupo tras la muerte de su hermano Leandro. Fue hijo de Severiano, un aristócrata hispanorromano casado con Teodora, muchacha de ascendencia goda, que tras la muerte de su marido se habría hecho religiosa. La familia migró desde Cartagena a Sevilla huyendo de las persecuciones desatadas por los ejércitos de conquista de Justiniano, emperador Bizantino del siglo VI.

Isidoro fue un hombre venerado en su época, referente obligado para los estudiosos del Mundo Antiguo que le siguieron y considerado un hombre de gran valor y prudencia. Longevo y respetado, su legado es reconocido hoy no sólo por la iglesia Católica Romana, sino también por la Iglesia Católica Ortodoxa. En el ámbito de la devoción cristiana, se le reconoce –no sin cierto humor- el patronazgo sobre la Internet, dado que fue el primer compilador del saber erudito en Europa. Pero desde antes, su patronazgo de extiende a las letras, la filosofía, la topografía y la actividad propiamente de estudiantado. Mezcla de romano y de visigodo, a Isidoro le cupo una responsabilidad primordial en la cristianización de la península Hispánica durante los difíciles tiempos de la desintegración de la Antigüedad; época de conformación del reino visigótico, donde la naciente España parecía hundirse en la oscuridad de la ignorancia germánica. Formado en las lecturas de San Agustín y San Gregorio Magno, estudió en la Escuela Catedralicia de Sevilla, la primera de su género en España. Allí recibió, bajo el mecenazgo de Leandro, la educación de las siete artes liberales (el trivium y el cuadrivium), del latín, el griego, el hebreo y la filosofía e historia antigua.

Quizás la principal de sus luchas fue la conversión de los reyes visigodos, arrianos, al catolicismo. Una obra que llevó a cabo junto a su familia, compuesta por cuatro hermanos, curiosamente, todos santos, de los cuales Isidoro era el menor: San Leandro, arzobispo de Sevilla, cercano a Recaredo, primer rey católico de España; San Fulgencio, Obispo de Cartagena y de Astigi (la actual Écija), y su hermana Santa Florentina, memorable abadesa de la que se dice tuvo a su cargo cuarenta conventos y un millar de religiosas. Son conocidos en la tradición sevillana como los Cuatro Santos de Cartagena y patrones de la diócesis. A la edad de veintiséis años se ordenó como monje, y a los treinta fue nombrado por su hermano como Abad, cargo en que se le reconoce su faceta como formador de monjes en el prestigio de la santidad, escritor fecundo y celoso de la disciplina monástica. Célebre por su dominio de las lenguas clásicas, su lengua materna no obstante fue el godo.[1] Tras la muerte de su hermano Leandro, le cupo como obispo de Sevilla presidir el II Sínodo provincial de Bética (618) al que asistieron prelados de las Galias, Narbona y España. Fue quizás el primero de sus golpes intelectuales contra el arrianismo en Hispania, dado que en aquél sínodo Isidoro logró que quedase establecida la naturaleza de Cristo, divina y humana, en oposición a los estipulados de Arrio, muy difundidos por las costas mediterráneas entre los siglos V y VII. Ya anciano presidió además el IV Concilio de Toledo (633) año en que quedó señalado, bajo la influencia de Isidoro, en seminarios obispales y escuelas catedralicias, la enseñanza del griego y del hebreo, el estudio de la medicina antigua y del derecho. Se logró además la unificación de la liturgia en la península y se promovió como nunca antes la formación cultural del clero. Su cercanía con los monarcas y sus escritos en materia de derecho divino lo proponen como uno de los precursores de la teoría de la Vox Dei (sobre el origen divino del poder), consolidada más tarde por los carolingios en Francia y en toda Europa tras la coronación de Carlomagno (800). Fue un férreo defensor de los monjes, a quienes tuvo en alta estima a lo largo de su vida (Célebre es su anatema del año 619 contra los enemigos del monacato) y que en nuestra interpretación, fue el elemento central de su actividad pedagógica y evangelizadora.[2]




Su obra es impresionante. Escribió tratados filosóficos, lingüísticos e históricos. Al rey Sisebuto, amigo y coetáneo, se dice que dedicó la primera de sus grandes obras De natura rerum (Sobre la Naturaleza de las cosas). Le siguieron los tratados De ordine creaturarum, Regula monachorum, De differentiis verborum (tratado sobre la doctrina de la Trinidad, la naturaleza de Cristo, los ángeles, el Paraíso y la naturaleza de los hombres), De viris illustribus, un trabajo biográfico sobre la patrología cristiana y los primeros teólogos de la cristiandad. (Al que, a su muerte, San Braulio, gran amigo y obispo de Zaragoza incluyó el nombre de Isidoro de Sevilla).




En materia teológica destacan sus obras De ortu et obitu patrum qui scriptura laudibus efferuntur, sobre las personalidades destacadas de los Testamentos, la Allegoriae quaedam Sacrae Scripturae, sobre el significado de Las Escrituras, Liber numerorum qui in sanctus scripturis occurrunt, sobre el significado místico de los textos bíblicos; también se cuentan traducciones comentadas, exégesis bíblicas detalladas y otros textos polémicos, como el De fide católica ex viteri el Novo Testamento contra judaeos, en el cual, entre otras consideraciones, insta a los judíos a desterrar el sabbath y superar el desconocimiento de Cristo.




Y por supuesto: Originum sive etymologiarum libri viginti, conocido como Ethymologiae o Las Etimologías, su obra más famosa y estudiada. Escribió también la Historia de los godos, vándalos y suevos. Querido y reverenciado, fue considerado como un verdadero puente entre la barbarie y el saber antiguo. Los concilios de Toledo del 653 y del 688 fueron dedicados a Isidoro y sus obras no cesaron de ser copiadas hasta la invención de la imprenta, donde en menos de cien años ya se contaban alrededor de una docena de ediciones de sus principales textos. Fue una de las fuentes desde donde los árabes conocieron sobre Aristóteles y otros autores clásicos y tras su llegada a la península sus enseñanzas sirvieron como base para la civilización de los moriscos en España. Siglos más tarde fue canonizado en 1598 y declarado Doctor de la Iglesia por el papa Inocencio XIII en 1722. La primera edición impresa de sus obras publicadas fue la de Michael Somnius en Paris en 1580, a la que le siguieron las de Gómez, Perez y Grial en 1599 en Madrid y las de Du Breul en Paris en 1601 y Colonia en 1671.




Sus restos mortales, reliquias eclesiales, se encuentran principalmente en la Basílica de San Isidoro, en León (rescatadas por Fernando I de León de manos de los moros de Al Mutamid tras la victoria de Badajoz y Sevilla en el 1063), y otras menores en la catedral de Murcia. Dante Alighieri, en la Divina Comedia, avistó quizás por última vez a Isidoro en las puertas del Paraíso, iluminando con su “espíritu ardiente” la entrada de los peregrinos.



[1] Quizás por ello se explique la gran cantidad de palabras godas acusadas en el texto original de Las Etimologías, calculadas en alrededor de mil seiscientas, cifra nada despreciable en virtud de una obra latina docta para la época. N. del A.

[2] En este sentido cabe recordar que la Iglesia es misionera desde su origen más remoto. Efectivamente, en su mensaje yace la idea de la anunciación desde el principio, vale decir, divulgar la buena noticia de la resurrección de Jesucristo a todo el mundo. Jesús comenzó su labor compartiendo sus signos con el grupo de apóstoles, seguidores inmediatos a los que envío más tarde a recorrer el mundo con la prédica del reino de Dios (Mt 10:1-15). La conciencia de una evangelización es el más antiguo de los legados del Jesús de Nazaret, mensaje que da sentido a la labor de los obispos y unidad a la iglesia en su vocación ecuménica. Encontramos pasajes a modo de apología de la evangelización en “El martirio de Esteban” (Hch 7: 55-60), la “Predica de Felipe en Samaría” (Hch 8,5), en “Pedro acude a casa de Cornelio” (Hch 10,1-48) y muy significativamente en “Pablo se concibe como apóstol de los gentiles” (Gál 1,16). Quizás desde sus orígenes también la Iglesia cristiana tenga que ser designada en plural. En efecto, corrientes paralelas, en ocasiones contradictorias entre sí muestran una imagen del cristianismo divergente y pluralista, por lo menos hasta los tiempos de Gregorio Magno (S. VI – VII) y coincidentemente, de Isidoro. N. del A.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La Soledad de América Latina


"Me niego a admitir el fin del hombre"...

Estimados: Quise compartir este documento que siempre me ha parecido, sencillamente, maravilloso. La historia de América narrada desde una fabulación del cúmulo de experiencias no menos fabulosas que han marcado el derrotero de nuestros países...

Estéticamente perfecto, auténticamente literario, el discurso de G.G. Márquez al momento de recibir el Nobel, sintetiza lo de cierto y lo de sublime que hay en la historia de este continente...

La Soledad de América Latina

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables. El Dorado, nuestro país ilusorio tan codiciado, figuró en mapas numerosos durante largos años, cambiando de lugar y de forma según la fantasía de los cartógrafos. En busca de la fuente de la Eterna Juventud, el mítico Alvar Núñez Cabeza de Vaca exploró durante ocho años el norte de México, en una expedición venática cuyos miembros se comieron unos a otros, y sólo llegaron cinco de los 600 que la emprendieron. Uno de los tantos misterios que nunca fueron descifrados, es el de las once mil mulas cargadas con cien libras de oro cada una, que un día salieron del Cuzco para pagar el rescate de Atahualpa y nunca llegaron a su destino. Más tarde, durante la colonia, se vendían en Cartagena de Indias unas gallinas criadas en tierras de aluvión, en cuyas mollejas se encontraban piedrecillas de oro. Este delirio áureo de nuestros fundadores nos persiguió hasta hace poco tiempo. Apenas en el siglo pasado la misión alemana encargada de estudiar la construcción de un ferrocarril interoceánico en el istmo de Panamá, concluyó que el proyecto era viable con la condición de que los rieles no se hicieran de hierro, que era un metal escaso en la región, sino que se hicieran de oro.

La independencia del dominio español no nos puso a salvo de la demencia. El general Antonio López de Santana, que fue tres veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto, y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30 mil campesino, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para combatir una epidemia escarlatina. El monumento al general Francisco Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatura del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

Hace once años, uno de los poetas insignes de nuestro tiempo, el chileno Pablo Neruda, iluminó este ámbito con su palabra. En las buenas conciencias de Europa, y a veces también en las malas, han irrumpido desde entonces con más ímpetus que nunca las noticias fantasmales de la América Latina, esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda. No hemos tenido un instante sosiego. Un presidente prometéico atrincherado en su palacio en llamadas murió peleando solo contra todo un ejército, y dos desastres aéreos sospechosos y nunca esclarecidos segaron la vida de otro de corazón generoso, y la de un militar demócrata que había restaurado la dignidad de su pueblo. Ha habido 5 guerras y 17 golpes de Estado, y surgió un dictador luciferino que en el nombre de Dios lleva a cabo el primer etnocidio de América Latina en nuestro tiempo. Mientras tanto, 20 millones de niños latinoamericanos morían antes de cumplir dos años, que son más de cuantos han nacido en Europa desde 1970. Los desaparecidos por motivos de la represión son casi los 120 mil, que es como si hoy no se supiera dónde están todos los habitantes de la ciudad de Upsala. Numerosas mujeres arrestadas encinta dieron a luz en cárceles argentinas, pero aún se ignora el paradero y la identidad de sus hijos, que fueron dados en adopción clandestina o internados en orfanatos por las autoridades militares. Por no querer que las cosas siguieran así han muerto cerca de 200 mil mujeres y hombres en todo el continente, y más de 100 mil perecieron en tres pequeños y voluntariosos países de la América Central, Nicaragua, El Salvador y Guatemala. Si esto fuera en los Estados Unidos, la cifra proporcional sería de un millón 600 muertes violentas en cuatro años.
De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido un millón de personas: el 10 por ciento de su población. El Uruguay, una nación minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el país más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que Noruega.

Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más que una cifra más señalada por su suerte. Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad.

Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros, que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de este lado del mundo, extasiado en la contemplación de sus propias culturas, se hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios. Tal vez la Europa venerables sería más comprensiva si tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300 años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aún en el siglo XVI los pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aún en el apogeo del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus habitantes.

No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger, cuyos sueños de unión entre un norte casto y un ser apasionado exaltaba Thomas Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y más justa, podrían ayudarnos mejor si revisan a fondo su manera de vernos. La solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser un objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No: la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3 mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de nuestra soledad.

Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que han pasado por este planeta de infortunios.

Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo en este lugar: "Me niego a admitir el fin del hombre". No me sentiría digno de ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra.

1982.

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