Los Dos Rojas

lunes, 13 de septiembre de 2010

Quod licet regis no licet populus

Quod lícet rêgis no lícet populus

“Lo que está permitido al rey, no está permitido al pueblo”


Por Gonzalo Rojas A.


Hace cinco años, en la última gran boda real de Occidente, los Reyes de España obsequiaron a los Príncipes de Asturias un vino especialmente embotellado para ellos, un Bárbara Forés de Terra Alta, cuyo precio ni siquiera se conoce con exactitud pero los especialistas estiman en a lo menos, unos seis o siete mil euros. ¿Cuántos de nosotros estaríamos en la actualidad en condiciones de adquirir y disfrutar una botella de aquellas entre las más cotizadas del mundo? Pensemos en un Chateau Petrus, un Romanée Conti; quizás un generoso Inglenook de Napa o bien un para nada eludible Château Mouton-Rothschild. Posiblemente un Cheval Blanc, un Château d´Yquem o acaso un Château Lafitte, o el delicioso –dicen- australiano Penfolds Grange Hermitage.


Lo cierto es que hoy, como ayer, aquellos vinos son prácticamente inalcanzables para el ciudadano común y corriente, cuyos precios abultan varios ceros en dólares o euros. Y que para tristeza de muchos de sus enólogos, gran parte de ellos terminan en alguna enoteca como trofeos pomposos del poder adquisitivo y sólo en el mejor de los casos son descorchados, enhorabuena, a tiempo prudente en una mesa principesca en algún rincón del mundo. Mal que mal, digamos que... si tal gloria no es para mí, permite señor que para alguien lo sea en la vastedad de tu reino.


Ahora bien, se ha dicho: “hoy, como ayer”. Claro, como lo ha sido siempre. Porque en definitiva, desde que el mundo es mundo y que el vino es vino –y unos mejores que otros- el prestigio de los más deliciosos vinos ha elevado su precio hasta hacerlos inalcanzables para las personas comunes, circunscribiendo su consumo a las mesas de reyes y emperadores que han hacho hasta lo imposible por tenerlos entre sus deleites. Como pasaría con cualquier artículo de lujo, finalmente su precio estriba en lo inaccesible, en su condición reducida, casi esquiva, rozando en muchos casos la perfección de lo quimérico y fugaz.


Entonces, ¿Qué habrá tenido la copa victorioso de Agamenón tras la conquista de Troya? ¿Cómo habrá sido el vino que mandó traer el mismísimo Alejandro Magno el día que venció en Persépolis? ¿Los vinos predilectos de Julio César, de Adriano, de Marco Aurelio? En síntesis, ¿cuáles han sido por excelencia, los vinos de reyes?


Cuando el arqueólogo Howar Carter encontró la tumba del faraón egipcio Tutankamón en el Valle de Los Reyes, en 1922, entre otras cosas halló restos de vino en las seculares ánforas que acompañaban el descanso del joven emperador. Restos del brebaje de Osiris que tendrían, a lo menos, unos 3.300 años y que serían el mudo testigo de la presencia del vino en el Antiguo Egipto.


Un poco más sabemos de los vinos de Mesopotamia, época en que parecieran ser especialmente afamados los traídos desde los montes Zagros (en la actual frontera entre Turquía e Irak) cercanos al cráter del Ararat, donde la mitología hebrea situaba el desembarco de Noé, un humilde y piadoso viticultor de la antigüedad. En la más antigua de las épicas literarias conocida como “La epopeya de Gilgamesh” es este mítico rey sumerio es el que recibe de la diosa Siduri la sabiduría de “abandonar la búsqueda de la inmortalidad, porque los dioses crueles decretaron que todos los seres humanos deben morir”, al tiempo que le aconsejó regresar a su hogar y disfrutar de las cosas buenas de la vida: “bañarse y vestirse, comer y beber vino, jugar con sus hijos, hacer el amor a su esposa, y hacer cada día una fiesta”. La misma diosa habría entregado a Uta-Napishtim, el antecedente literario del Noé hebreo, el “vino rojo, aceite y vino blanco para los trabajadores [para beber], como si fuera agua del río, Para que celebrasen como en el Día del Año Nuevo”. Sabias enseñanzas que más tarde serían recogidas por los filósofos estoicos de Grecia que solían brindar: “Por el comer, beber y ser feliz, que mañana moriremos”. El día que Alejandro Magno venció en Persépolis habría mandado traer el vino de Shiraz, en Persia, para honrar a sus tropas y brindar por la ciudad capital de su inabarcable imperio.


Célebres fueron en la Antigüedad Tardía los vinos de Samos, Tasos, Lesbos y Rodas, y en especial los de la Isla de Quíos, denominada simpáticamente por los historiadores como el “Burdeos de la Antigüedad”, lugar desde donde provenían los más apetecidos vinos tomados en la Grecia Clásica de Pericles, en que filósofos como Sócrates, Platón o Aristóteles brindaban del camino a la Acrópolis.


En tiempos romanos, fueron célebres los viñedos de Lusitania, de la Hispania Romana y por supuesto los vinos fenicio-cartagineses. Se dice que Julio César sería uno de los padres de los vinos Galos, con quienes procuró apagar su sed poco antes de morir. Adriano recuerda con nostalgia en sus memorias los “vinos resinosos y el pan de sésamo de Grecia” y emperadores desquiciados y luciferinos como Calígula o Nerón solían ser amantes de los vinos de Samos y Delos.


Toda la Historia Universal está regada con vino. La Francia Merovingia de Clovis, la España Visigótica de Recaredo, primer rey Católico de la Cristiandad y ya en el apogeo de la Alta Edad Media conocemos la pasión que despertaban los vinos de la Borgoña en el emperador Carlomagno, quién además de desvivirse por la unificación de Europa, demostró gran preocupación por la vitivinicultura, estableciendo denominaciones de origen hacia el siglo IX tanto en Francia como en Germania e inclusive imponiendo el uso de las barricas de roble en las abadías y monasterios. Bajo su mandato el imperio franco abarcaba desde la Ile de France hasta Sajonia por el norte, Toscana y Austria por el sur y el este.


En su honor, recogiendo su gusto por los blancos, hoy hallamos el Corton-Charlemagne y distintas zonas de Europa que, como Johannisberg y Pfersigberg en Alsacia, Anjou y la denominación Cornas, del Côtes-du-Rhône honran la memoria de su fundador.


Pero en la historia de vinos y reyes sin duda que hay una celebridad insuperable: El Tokaj o Tokay, “vino de reyes y rey de todos los vinos” como fue aclamado en las cortes de Versalles en los tiempos del mismísimo Luís XIV. De orígenes diversos e inciertos, con un halo de misticismo que pareciera impregnarlo todo, esta auténtica reliquia viva de la viticultura europea, que, si bien es prácticamente desconocida en nuestro país, ha sido nada menos que uno de los manjares más apetecidos del Viejo Mundo desde hace siglos.


Tokay es originalmente el nombre de la una región húngara donde se cultiva este especial vino dulce. Ubicada junto a las fronteras con las repúblicas de Ucrania y de Eslovaquia, con una superficie apenas superior a las cinco mil hectáreas, ya desde el siglo XVI ha sido considerada como uno de los principales atractivos de la nación magiar. Innumerables son las leyendas que se han contado por siglos de ella, en especial las que celebran las bondades de su vino homónimo. Se sabe, por ejemplo, del verdadero enamoramiento que suscitaba en el filósofo francés Voltaire, quién decía que una copa de este exquisito manjar le “vigorizaba el cerebro al mismo tiempo que estimulaba el alma”. Fue invitado inexcusable en todo gran banquete desde los tiempos renacentistas, cuando fue descubierto por los europeos occidentales, y amigo inseparable de reyes y emperadores como Alfonso XIII de España, los emperadores Carlos V de Habsburgo y Maria Teresa de Austria, de quién se ha escrito que fue su emblemática embajadora – se lo habría presentado al Papa Benedicto XIV, que, lleno de gozo, exclamó: “Bendita sea la tierra que te vio nacer, Bendita sea la Dama que te trajo aquí y bendito sea yo que te pude probar”. El mismísimo Zar Pedro el Grande de Rusia y su sucesora, Catalina, aparecen en el largo listados de los amigos “históricos” del Tokay. Literalmente endiosado por poetas de la talla de Goethe y amado por músicos y artistas en general, lo cierto es que Tokay llego a ser simplemente sinónimo de placer y nobleza para todo aquél que por fortuna se haya cruzado en su camino con una de estas esquivas y pequeñas botellas.


Posiblemente el origen de la leyenda que acompaña al Tokay por el mundo está íntimamente relacionada con la forma misma en que se produce. En efecto, este tipo de vino dulce es el primero del que se tiene noticia elaborado a partir de uvas atacadas por la “podredumbre noble” o botritis cenerea, base con la cual se produce también nuestro conocido late harvest. Dos siglos antes que en Francia se descubriera este método con el cual se producen los vinos de Sauternes, y mucho antes que en Austria y Alemania se comenzase a producir los vinos de trockenbeerauslese o bien que en España y Portugal se hicieran famosos los vinos de Jerez y Oporto, en la región húngara de Tokay ya se utilizaba este singular método.


La leyenda húngara cuenta que tras la demoledora invasión tártara en el año 1241 la región quedó devastada. Tras ello, el rey Belo IV habría invitado a colonizadores de origen alemán e italiano. Estos últimos, trajeron una de las principales variedades de vino usadas en la región de Tokay, el “Furmint”. No obstante, el Tokay dulce tendría un origen posterior. Tras las invasiones turcas otomanas del siglo XVI, la necesidad de desplazamiento y exilio por parte de los habitantes de Tokay habría obligádoles a abandonar sus viñedos, que a merced de la humedad otoñal se habrían podrido. De regreso, decidieron utilizar las uvas podridas para hacer el vino que se pudiese. De casualidad, descubrieron el “oro en su estado líquido”. Desde entonces, los vinos dulces de Tokay pasaron a ser el principal artículo de exportación, principalmente de los comerciantes de las ciudades libres de Levoča y Bardejov, famosas en la época por su vanguardia y ambiente festivo, similares en “alegría y disipación” que las de Moravia y Bohemia (de ahí el adjetivo de “bohemio” al amante de la noche y la fiesta), que en tiempos de Carlos IV (+1378) ya contaban con una de las festividades del vino más famosas de Europa Central, fiesta que aún se celebra cada septiembre en los castillos de Karlštejn y Melnik, la famosa ciudad checa donde bodegas históricas reciben a sus visitantes.


Fue también el emperador Carlos V, aquél en cuyos dominios “El Sol jamás proyecta su sombra”, quién se hizo famoso no sólo por su afición a los vinos húngaros y las cervezas de Flandes, sino además por su gran celo ante la pureza de los vinos de España. Entre su voluminoso epistolario encontramos la “Ordenanza contra que se aderezase el vino con yeso ni otra cosa” y la “Carta de C. V al Corregidor y Juez de Ávila, sobre adobar los vinos”, célebres misivas del siglo XVI aún hoy reacordadadas en Alicante y Aragón. Ya varias décadas antes, Fernando el Católico, padre de Carlos V, en 1510 había proscrito la distribución en Alicante de vinos procedentes de otras tierras, cuidando la pureza de sus vinos predilectos. Su nieto Felipe II en 1596 confirma aquél privilegio escribiendo: “La Collita de Visia la Mes principal de la qual se sustenta molta gent així principal com plebeyos”(sic). Vinos que hacia el siglo XVII se exportaban a las mesas reales de Inglaterra, Escocia y Flandes.


A propósito del citado Rey Sol de Francia, el duque de Saint Simón, cuenta en sus memorias que cuando Luis XIV estaba a las puertas de la muerte, consumido por la gangrena, el único alimento que admitía era “bizcochos mojados en vino de Alicante”, remedio similar al que utilizaría Felipe V para apaciguar los dolores provocados por la gota.


También en España, celebres son los vinos de Nájera (La Rioja, Navarra) parada obligada de los peregrinos de Santiago desde el año 1020, cuando el rey Sancho III tomó la decisión de habilitar el camino a Santiago de Compostela, donde cada año apagaba su sed en el descanso hacia el monasterio de Santa María la Real.


Pero hemos hablado mucho de reyes y muy poco de reinas. Aquí la primera figura femenina que aparece es la de Nicole Barbe Ponsardín, la famosa viuda de Cliquot, mujer noble –aunque no reina- que a la muerte de su marido construyó uno de los más grandes imperios vitivinícolas de Francia. Se dice que habría introducido mejoras al método champenoise utilizado por Pierre Perignon, ideando el degüelle como solución para retirar los restos fermentativos que permanecían en la botella, procedimiento utilizado aún en la actualidad. Entre las denominadas “viudas de Champagne” encontramos además a Jeanne Alexandrine Pommery, promotora del consumo de los champagnes brut, a Mathilde Perrier (de Laurent-Perrier), Elisabeth Salmon (de Billecart-Salmon) y por supuesto, a Elisabeth Bollinger. Curiosamente todas ellas viudas, de Champagne, famosas viticulturas que crearon verdaderas obsesiones para los reyes de Francia como Luis XV, quién en 1745 habría ofrecido un fastuoso banquete para “honrar al espumoso de Champagne”.


En la historia de Francia en general y de Champagne, en particular, encontramos en distintas épocas numerosas referencias al vino y a sus reyes. Entre los siglos XII y XIII, María de Valois y Leonor de Aquitania hicieron célebres los vinos del sur del reino. Tras la paz de 1284, cuando Juana de Navarra y Champagne casó con Felipe, futuro rey de Francia, quién fue coronado en 1314 con el nombre de Luis X, Champagne pasó a formar parte definitivamente de la corona francesa y de la mano del gobierno local de. Herbert de Vermandois, primer Conde de Champagne (extravagante noble al que se le cuentan entre sus alocadas excentricidades el haber nombrado Arzobispo de Reims a su hijo de 5 años) la región comenzaría a hacerse cada vez más famosa por sus generosos vinos. Un lugar común de la historiografía avinada ha rescatado la anécdota de Carlos VI, quién en 1398 habría llevado al emperador Wenceslao de Alemania a firmar la cesión de la provincias del Rhin, quién “borracho, debido a la gran cantidad de vino de Champagne que bebía, firmó todo lo que los franceses le pusieron por delante”.


El vino cuenta entre su voluminosa fanaticada histórica también a piratas y corsarios, como Sir Kenelm Digbi, Sir Francis Drake y James Cook. Prácticamente no hubo grandes y pequeños descubridores que no le rindieran pleitesía y procuran trasuntar su fama y gloria en la adquisición de los mejores vinos de su tiempo. Desde Cristobal Colón hasta Hiram Bingham y desde los filósofos griegos y romanos hasta los modernos racionalistas ilustrados y naturalistas del siglo XIX, el vino siempre ha estado entre las recompensas que les deparó el destino y la gloria. Descartes, Voltaire y Montesquieu morían por los vinos de Bordeaux. Los mejores vinos de Francia fueron a parar a los agasajos de los Médicis en la Italia renacentista y entre los más vehementes defensores de los vinos corzos y sardos se cuentan a los reyes de Aragón y los papas Borgia del siglo XVI.


Ciertamente que los mejores y más sobresalientes vinos de cada período han terminado su existencia en las mesas reales. Han servido para apaciguar conflictos, celebrar la paz o iniciar guerras. Sirvieron en distintas épocas para unir dinastías y para envalentonar separaciones – ¿Qué vino habrá tomado Enrique VIII antes de lanzar su anatema contra el Papa, o qué habrá acompañado las tardes de embriaguez de Nicolás II de Rusia mientras vería como indefectiblemente su imperio de desmoronaba?-. Seguramente fue un vino dulce de Sauternes el que endulzó el paladar aciago de un Luis XVI camino a la guillotina, o un suave jerez el que sirvió para apaciguar la locura de Juana al ver morir entre sus brazos a su amado Felipe El Hermoso.


Vinos que no probamos y difícilmente lo haremos, me lamento. Como decíamos al principio de este artículo, tal como ocurre con cualquier esplendor: resulta esquivo al común de los mortales. Qué le vamos a hacer, si, como reza el viejo adagio romano: Lo que está permitido al rey, no está permitido al pueblo.


No queda más que tomarlo con humor. En suaves tragos, de eno-lectura liviana y entretenida, para disfrutar al menos la historia que nos han dejado al cabo de los siglos aquellos Vinum regum, rex vinorum (vinos de reyes, reyes de los vinos).


1 comentario:

Mariella Oyarzún dijo...

Interesante artículo se degusta como un buen vino...

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