Hacia mediados del siglo XIX, el desarrollo del Naturalismo había instaurado en las mentes de los intelectuales y científicos de Europa la idea de que la naturaleza estaba allí para ser descubierta, transformada y catalogada. Nombres como los de Charles Darwin o Alexander Von Humboldt pasarían a ser recordados como los de aquellos que ampliaron nuestro dominio sobre la naturaleza y multiplicaron nuestro conocimiento del entorno. En Inglaterra y Francia proliferaban los jardines botánicos que reproducían hábitats exóticos donde podían crecer plantas extranjeras que deleitaban por su belleza y generaban grandes expectativas en el campo de la agronomía y la investigación sobre mejoras en sus diversos campos. Hacia uno y otro lado del Atlántico eran llevadas plantas para experimentación en la búsqueda por el progreso de la agricultura y el control de plagas. Fue justamente en este contexto, propicio para la migración de pestes silenciosas, que el insecto de la filoxera encontró un nuevo hogar en Europa.
La filoxera es un insecto que parásita la vid, pariente cercano de los pulgones, de tamaño que fluctúa entre uno y dos milímetros, sexuado pero con un impresionante poliformismo y un complejo ciclo biológico que lo hace ciertamente especial. Al interior de su ciclo de vida existe una fase inicial de tipo aérea, donde este minúsculo insecto origina la aparición de agallas o laminillas sobre las hojas de la vid (planta hospedera). Luego le sigue una fase subterránea, donde suele allegarse a una profundidad no mayor de treinta centímetros, en la que sobrevive consumiendo las raíces, provocando mordeduras en ella (posee un aparato bucal pico-suctor). Como toda la familia de los Phylloxeridae, corresponden a pulgones de tipo ovíparos, en los que existen formas capaces de volar, que mantienen las alas sobre el cuerpo en posición horizontal cuando se encuentran en estado de reposo. Se caracterizan asimismo por sus vistosas antenas, de tres artejos en las formas ápteras y de cinco en las aladas. Las hembras, inicialmente bajo lo que se denomina “fundatrices paternogenéticas”, una vez fecundadas ponen un solo huevo en cada invierno, en primera instancia, sin necesidad de macho. Machos y hembras copulan al final de la estación de verano. Dicho huevo es fecundado durante el invierno y anidado en el tronco de la vid. La manifestación se da durante la primavera, generando una hembra áptera paternogenética, que según su deslizamiento será radicícola (parasitaria de la savia) o de tipo gallicola.
Esta primera hembra madura a la adultez en unos veinte días, para más tarde poner entre cuarenta a cien huevos, semillas que darán a su vez otras hembras partenogenéticas. El ciclo se produce durante cinco o seis generaciones de veinte días cada una, al cabo de las cuales, en pocos meses, podemos tener cientos de hectáreas infectadas.
Nuevamente en verano, la última generación de estas hembras tiene una muda suplementaria y se transforman en ninfas que producirán los ejemplares alados. Estas hembras voladoras pondrán sobre las hojas de la vid (produciendo agallas) los huevos que darán los ejemplares sexuales. Éstos sólo viven unos días, el tiempo justo para poder copular, fecundar el huevo de invierno, y regenerar así nuevamente el ciclo biológico de la filoxera.
Esta especie fue descubierta en Europa en 1863, inicialmente en un vivero agrícola en las afueras de Londres. Un año más tarde, fue denunciado en Francia, en la región provenzal y ya en 1868 estaba plenamente identificado por el entomólogo y naturalista francés Jules Planchon como Phylloxera vastratix (luego rebautizada como Dactylosphaera vitifoliae). En 1865 fue detectado en el Valle del Duero, en Portugal, y para 1871 se había extendido ya por casi la totalidad de España y Suiza; Hacia 1875 estaba presente en Europa Central: Austria, Alemania y casi la integridad de Francia, y en 1880 había llegado a Italia y comenzaba a extenderse por las islas y costas del Mar Mediterráneo, hacia Grecia y el Norte de África. En poco más de treinta años, la extensión de la plaga de la filoxera había ocupado las tres cuartas partes de la superficie vitivinícola europea, a razón de 25 km2 anuales, y sólo en Francia había devastado alrededor de dos millones de hectáreas. Para finales del siglo XIX, la peste filoxérica había anidado en Europa del Este, en toda África del Norte, en Sudáfrica, prácticamente la generalidad de Australia y Nueva Zelanda, y comenzaba a consolidarse en Sudamérica, en Perú (1888), Uruguay (1888) y Argentina (1878). A esas alturas, la filoxera pasaba a ocupar un sitio entre las peores plagas que habían asolado la agricultura en toda la historia de la humanidad. Curiosamente, nuestro país fue el único que pudo mantenerse a salvo, conservando hasta nuestros días la riqueza de un material genético pre-filoxérico casi único en el mundo, traído a Chile durante la primera mitad del siglo XIX por destacados naturalistas europeos, entre ellos Juan Sada y Claudio Gay a la Quinta Experimental de Agricultura de Santiago, entre 1830 y 1850.
Los primeros registros acerca de este insecto homóptero corresponden a las investigaciones del entomólogo Asa Fitch, quién durante la década de 1850 se desempeñaba como científico para el Estado de Nueva York en materias de desarrollo agronómico y entomológico. Fitch descubrió en 1854 la existencia de un insecto perteneciente a familia Phylloxeridae, al que denominó Peritymbia vitisana (por las formas ápteras de las agallas de las hojas de la vid) que más tarde fue conocido masivamente como la filoxera de la vid. Este insecto, parásito natural de gran parte de las vides americanas como la vitis labrusca, vitis berlandieri o vitis riparia, solía convivir hospedado en el follaje y raíces de las vides californianas sin generar demasiadas preocupaciones para los viticultores. Todo indica que el desarrollo de las comunicaciones marítimas, la tecnología a vapor en el transporte y el desarrollo de la ciencia naturalista en Europa contribuyeron para la sobrevivencia de este insecto en su travesía por el Atlántico y su posterior adaptabilidad en suelo europeo. Descubierto en 1854 en los laboratorios de los Estados Unidos, menos de una década más tarde ya comenzaba a expandirse por los viñedos de Europa. En tan sólo tres décadas la aparición de esta terrible plaga fue capaz de modificar la fisonomía de la viticultura en el mundo entero, obligando a los viticultores a quemar millones de hectáreas, cientos de millones de añosas vides y resignarse a comenzar todo nuevamente desde cero. La destrucción prácticamente total del viñedo francés obligó a un desarrollo acelerado de la vitivinicultura riojana en pocos años, duplicando su superficie plantadas en menos de dos décadas; esfuerzo que de nada habría servido una vez asentada la peste hacia 1870. Fenómeno que luego pasó a Italia y Grecia, y que más tarde se trasladaría a América. Para finales del siglo XIX, se contaban por decenas de miles los colonos emigrados de la Europa mediterránea que llegaban a Uruguay, Chile y Argentina en busca de nuevas tierras para cultivar la vid, lejos de la filoxera. Pero fue, en efecto, solamente en Chile donde las vides lograron quedar a salvo de la devastación, gracias a la acción protectora de la Cordillera de Los Andes y del desierto que actuaron como siempre, como barreras fitosanitarias casi infranqueables.
Hubo que esperar casi medio siglo mas tarde a que fuese posible encontrar una solución a la problemática global que había generado la filoxera. Extendida por los cinco continentes, salvo en algunos pequeños reductos como fue el caso de Chile, los científicos lograron determinar que la filoxera efectivamente podía vivir en relativo equilibrio con las vides originales que la habían hospedado en Norteamérica por siglos. Por ello, fue desarrollado en Europa y luego en todo el mundo vitivinícola el método de porta-injertos, sustituyendo al tradicional método de plantación en pie franco. Un porta-injerto consiste en injertar una Vitis vinífera (como el Cabernet Sauvignon o el Merlot) sobre el pie o base de una vid americana, como la Vitis Labrusca u otra, filoxero-resistente. Un estudio previo de las condiciones de suelo y clima permitirá identificar la mejor alternativa de injerto, que a fin de cuentas posibilitará la sobrevivencia de la vid para vinos y su desarrollo correcto. El método de porta-injerto fue descubierto en Estados Unidos por el científico francés Leo Laliman. Probado en Francia hacia finales de la década de 1880, significó la conclusión a una problemática estudiada con acuciosidad por décadas por los científicos Jules Planchon y Charles Riley. El primero fue quién en efecto detectó por primera vez la filoxera en Francia hacia 1868 y Riley, de origen británico afincado en los Estados Unidos, logró identificar la resistencia de las vides americanas al proceso degenerativo de la filoxera.
Casos como el de nuestra conocida cepa Carmenere, por décadas creída como virtualmente extinta por muchos viticultores, han dado cuenta de la tremenda pérdida que, no obstante el progreso de la agronomía, significó para la viticultura la aparición de la plaga de la filoxera. Durante de primera mitad del siglo XX, el proceso de recuperación del viñedo europeo resultó ser lento y costoso, donde sólo encontraron cabida los cepajes más viables en términos comerciales y enológicos, cualidad que por cierto no gozó el Carmenere en suelo francés.
Quizás los chilenos hayamos sido los únicos beneficiado con la aparición de la filoxera de la vid. Gracias a ella, aunque resulte paradójico plantearlo, fue posible desarrollar en Chile en muy poco tiempo una significativa industria moderna del vino, principalmente en el denominado Valle Central. La posibilidad de contratar a técnicos, agrónomos y enólogos franceses a un valor mucho menor que el habitual, lo mismo que maquinarias, insumos y tecnología vitícola, contribuyeron con fuerza al desarrollo sostenido de la actividad vitivinícola chilena durante las tres últimas décadas del siglo XIX y hasta los años de la Belle Epoque. La necesidad de importar vinos a precios razonables por parte de Europa, la baja progresiva en los costos de los factores productivos y la ampliación ininterrumpida del tamaño del mercado mundial generó las condiciones para la consolidación de nuestro país como uno de productores más importantes de vinos de raigambre europea. Asimismo, las exigencias impuestas por los profesionales franceses, principalmente, e italianos y españoles generaron un movimiento en torno a mejoras cualitativas en materia vitivinícola, de iban desde el ámbito de la higiene, hasta la productividad y el desarrollo de industrias yuxtapuestas como las del vidrio (botellas), toneles y la extensión del ferrocarril.
En la actualidad, y con fuerza desde la década de 1950, la utilización del método de porta-injerto ha sido reforzada con el estudio de los tipos de suelos para la viticultura, de modo que hoy sabemos que los suelos de tipo arcillosos y de baja permeabilidad y humedad contribuyen a prevenir el desarrollo de la filoxera. Adicionalmente, tras el término de la II Guerra Mundial y la consolidación del Plan Marshall de reconstrucción para Europa, el mercado vitivinícola mundial ha experimentado un desarrollo sostenido.
Hacia 1970, todo vestigio filoxérico yacía debidamente controlado, y la superficie mundial de vides se empinaba por sobre los 10 millones 200 mil hectáreas, tendencia que se vería frenada durante la década siguiente producto de la generación de excedentes productivos en torno al 20%. Para 1980, según las estadísticas de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (O.I.V), la producción mundial alcanzaba los 300 millones de hectolitros, correspondiente a alrededor de diez millones de hectáreas, número que veinte añosa más tarde se había reducido en una quinta parte. De la superficie total plantada con vides en el mundo, hacia el año 2000 correspondía en más de la mitad (alrededor de un 57%) a la elaboración de vino, seguido por una tercera parte (31%) para el consumo fresco, un 8% para jugo concentrado y un 4% destinado a la pasificación.
La crisis de la filoxera ha representado el mayor de los desafíos que ha debido enfrentar la vitivinicultura mundial en toda su historia. Genero un cambio en el paradigma científico vigente y provocó la reorganización de la producción en el mundo entero. Asimismo, creo las condiciones necesarias para el avance sustantivo de la tecnología y el conocimiento enológico; produjo una situación extremadamente crítica de la que los científicos y viticultores pudieron salir adelante fortalecidos. Beneficio que a fin de cuentas ha llegado a todos los rincones del mapa vitivinícola. Como dijese aquél filósofo alemán en sus últimos días en los Alpes suizos de Sils-Maria, “lo que no nos mata, nos fortalece”.
La filoxera es un insecto que parásita la vid, pariente cercano de los pulgones, de tamaño que fluctúa entre uno y dos milímetros, sexuado pero con un impresionante poliformismo y un complejo ciclo biológico que lo hace ciertamente especial. Al interior de su ciclo de vida existe una fase inicial de tipo aérea, donde este minúsculo insecto origina la aparición de agallas o laminillas sobre las hojas de la vid (planta hospedera). Luego le sigue una fase subterránea, donde suele allegarse a una profundidad no mayor de treinta centímetros, en la que sobrevive consumiendo las raíces, provocando mordeduras en ella (posee un aparato bucal pico-suctor). Como toda la familia de los Phylloxeridae, corresponden a pulgones de tipo ovíparos, en los que existen formas capaces de volar, que mantienen las alas sobre el cuerpo en posición horizontal cuando se encuentran en estado de reposo. Se caracterizan asimismo por sus vistosas antenas, de tres artejos en las formas ápteras y de cinco en las aladas. Las hembras, inicialmente bajo lo que se denomina “fundatrices paternogenéticas”, una vez fecundadas ponen un solo huevo en cada invierno, en primera instancia, sin necesidad de macho. Machos y hembras copulan al final de la estación de verano. Dicho huevo es fecundado durante el invierno y anidado en el tronco de la vid. La manifestación se da durante la primavera, generando una hembra áptera paternogenética, que según su deslizamiento será radicícola (parasitaria de la savia) o de tipo gallicola.
Esta primera hembra madura a la adultez en unos veinte días, para más tarde poner entre cuarenta a cien huevos, semillas que darán a su vez otras hembras partenogenéticas. El ciclo se produce durante cinco o seis generaciones de veinte días cada una, al cabo de las cuales, en pocos meses, podemos tener cientos de hectáreas infectadas.
Nuevamente en verano, la última generación de estas hembras tiene una muda suplementaria y se transforman en ninfas que producirán los ejemplares alados. Estas hembras voladoras pondrán sobre las hojas de la vid (produciendo agallas) los huevos que darán los ejemplares sexuales. Éstos sólo viven unos días, el tiempo justo para poder copular, fecundar el huevo de invierno, y regenerar así nuevamente el ciclo biológico de la filoxera.
Esta especie fue descubierta en Europa en 1863, inicialmente en un vivero agrícola en las afueras de Londres. Un año más tarde, fue denunciado en Francia, en la región provenzal y ya en 1868 estaba plenamente identificado por el entomólogo y naturalista francés Jules Planchon como Phylloxera vastratix (luego rebautizada como Dactylosphaera vitifoliae). En 1865 fue detectado en el Valle del Duero, en Portugal, y para 1871 se había extendido ya por casi la totalidad de España y Suiza; Hacia 1875 estaba presente en Europa Central: Austria, Alemania y casi la integridad de Francia, y en 1880 había llegado a Italia y comenzaba a extenderse por las islas y costas del Mar Mediterráneo, hacia Grecia y el Norte de África. En poco más de treinta años, la extensión de la plaga de la filoxera había ocupado las tres cuartas partes de la superficie vitivinícola europea, a razón de 25 km2 anuales, y sólo en Francia había devastado alrededor de dos millones de hectáreas. Para finales del siglo XIX, la peste filoxérica había anidado en Europa del Este, en toda África del Norte, en Sudáfrica, prácticamente la generalidad de Australia y Nueva Zelanda, y comenzaba a consolidarse en Sudamérica, en Perú (1888), Uruguay (1888) y Argentina (1878). A esas alturas, la filoxera pasaba a ocupar un sitio entre las peores plagas que habían asolado la agricultura en toda la historia de la humanidad. Curiosamente, nuestro país fue el único que pudo mantenerse a salvo, conservando hasta nuestros días la riqueza de un material genético pre-filoxérico casi único en el mundo, traído a Chile durante la primera mitad del siglo XIX por destacados naturalistas europeos, entre ellos Juan Sada y Claudio Gay a la Quinta Experimental de Agricultura de Santiago, entre 1830 y 1850.
Los primeros registros acerca de este insecto homóptero corresponden a las investigaciones del entomólogo Asa Fitch, quién durante la década de 1850 se desempeñaba como científico para el Estado de Nueva York en materias de desarrollo agronómico y entomológico. Fitch descubrió en 1854 la existencia de un insecto perteneciente a familia Phylloxeridae, al que denominó Peritymbia vitisana (por las formas ápteras de las agallas de las hojas de la vid) que más tarde fue conocido masivamente como la filoxera de la vid. Este insecto, parásito natural de gran parte de las vides americanas como la vitis labrusca, vitis berlandieri o vitis riparia, solía convivir hospedado en el follaje y raíces de las vides californianas sin generar demasiadas preocupaciones para los viticultores. Todo indica que el desarrollo de las comunicaciones marítimas, la tecnología a vapor en el transporte y el desarrollo de la ciencia naturalista en Europa contribuyeron para la sobrevivencia de este insecto en su travesía por el Atlántico y su posterior adaptabilidad en suelo europeo. Descubierto en 1854 en los laboratorios de los Estados Unidos, menos de una década más tarde ya comenzaba a expandirse por los viñedos de Europa. En tan sólo tres décadas la aparición de esta terrible plaga fue capaz de modificar la fisonomía de la viticultura en el mundo entero, obligando a los viticultores a quemar millones de hectáreas, cientos de millones de añosas vides y resignarse a comenzar todo nuevamente desde cero. La destrucción prácticamente total del viñedo francés obligó a un desarrollo acelerado de la vitivinicultura riojana en pocos años, duplicando su superficie plantadas en menos de dos décadas; esfuerzo que de nada habría servido una vez asentada la peste hacia 1870. Fenómeno que luego pasó a Italia y Grecia, y que más tarde se trasladaría a América. Para finales del siglo XIX, se contaban por decenas de miles los colonos emigrados de la Europa mediterránea que llegaban a Uruguay, Chile y Argentina en busca de nuevas tierras para cultivar la vid, lejos de la filoxera. Pero fue, en efecto, solamente en Chile donde las vides lograron quedar a salvo de la devastación, gracias a la acción protectora de la Cordillera de Los Andes y del desierto que actuaron como siempre, como barreras fitosanitarias casi infranqueables.
Hubo que esperar casi medio siglo mas tarde a que fuese posible encontrar una solución a la problemática global que había generado la filoxera. Extendida por los cinco continentes, salvo en algunos pequeños reductos como fue el caso de Chile, los científicos lograron determinar que la filoxera efectivamente podía vivir en relativo equilibrio con las vides originales que la habían hospedado en Norteamérica por siglos. Por ello, fue desarrollado en Europa y luego en todo el mundo vitivinícola el método de porta-injertos, sustituyendo al tradicional método de plantación en pie franco. Un porta-injerto consiste en injertar una Vitis vinífera (como el Cabernet Sauvignon o el Merlot) sobre el pie o base de una vid americana, como la Vitis Labrusca u otra, filoxero-resistente. Un estudio previo de las condiciones de suelo y clima permitirá identificar la mejor alternativa de injerto, que a fin de cuentas posibilitará la sobrevivencia de la vid para vinos y su desarrollo correcto. El método de porta-injerto fue descubierto en Estados Unidos por el científico francés Leo Laliman. Probado en Francia hacia finales de la década de 1880, significó la conclusión a una problemática estudiada con acuciosidad por décadas por los científicos Jules Planchon y Charles Riley. El primero fue quién en efecto detectó por primera vez la filoxera en Francia hacia 1868 y Riley, de origen británico afincado en los Estados Unidos, logró identificar la resistencia de las vides americanas al proceso degenerativo de la filoxera.
Casos como el de nuestra conocida cepa Carmenere, por décadas creída como virtualmente extinta por muchos viticultores, han dado cuenta de la tremenda pérdida que, no obstante el progreso de la agronomía, significó para la viticultura la aparición de la plaga de la filoxera. Durante de primera mitad del siglo XX, el proceso de recuperación del viñedo europeo resultó ser lento y costoso, donde sólo encontraron cabida los cepajes más viables en términos comerciales y enológicos, cualidad que por cierto no gozó el Carmenere en suelo francés.
Quizás los chilenos hayamos sido los únicos beneficiado con la aparición de la filoxera de la vid. Gracias a ella, aunque resulte paradójico plantearlo, fue posible desarrollar en Chile en muy poco tiempo una significativa industria moderna del vino, principalmente en el denominado Valle Central. La posibilidad de contratar a técnicos, agrónomos y enólogos franceses a un valor mucho menor que el habitual, lo mismo que maquinarias, insumos y tecnología vitícola, contribuyeron con fuerza al desarrollo sostenido de la actividad vitivinícola chilena durante las tres últimas décadas del siglo XIX y hasta los años de la Belle Epoque. La necesidad de importar vinos a precios razonables por parte de Europa, la baja progresiva en los costos de los factores productivos y la ampliación ininterrumpida del tamaño del mercado mundial generó las condiciones para la consolidación de nuestro país como uno de productores más importantes de vinos de raigambre europea. Asimismo, las exigencias impuestas por los profesionales franceses, principalmente, e italianos y españoles generaron un movimiento en torno a mejoras cualitativas en materia vitivinícola, de iban desde el ámbito de la higiene, hasta la productividad y el desarrollo de industrias yuxtapuestas como las del vidrio (botellas), toneles y la extensión del ferrocarril.
En la actualidad, y con fuerza desde la década de 1950, la utilización del método de porta-injerto ha sido reforzada con el estudio de los tipos de suelos para la viticultura, de modo que hoy sabemos que los suelos de tipo arcillosos y de baja permeabilidad y humedad contribuyen a prevenir el desarrollo de la filoxera. Adicionalmente, tras el término de la II Guerra Mundial y la consolidación del Plan Marshall de reconstrucción para Europa, el mercado vitivinícola mundial ha experimentado un desarrollo sostenido.
Hacia 1970, todo vestigio filoxérico yacía debidamente controlado, y la superficie mundial de vides se empinaba por sobre los 10 millones 200 mil hectáreas, tendencia que se vería frenada durante la década siguiente producto de la generación de excedentes productivos en torno al 20%. Para 1980, según las estadísticas de la Organización Internacional de la Viña y el Vino (O.I.V), la producción mundial alcanzaba los 300 millones de hectolitros, correspondiente a alrededor de diez millones de hectáreas, número que veinte añosa más tarde se había reducido en una quinta parte. De la superficie total plantada con vides en el mundo, hacia el año 2000 correspondía en más de la mitad (alrededor de un 57%) a la elaboración de vino, seguido por una tercera parte (31%) para el consumo fresco, un 8% para jugo concentrado y un 4% destinado a la pasificación.
La crisis de la filoxera ha representado el mayor de los desafíos que ha debido enfrentar la vitivinicultura mundial en toda su historia. Genero un cambio en el paradigma científico vigente y provocó la reorganización de la producción en el mundo entero. Asimismo, creo las condiciones necesarias para el avance sustantivo de la tecnología y el conocimiento enológico; produjo una situación extremadamente crítica de la que los científicos y viticultores pudieron salir adelante fortalecidos. Beneficio que a fin de cuentas ha llegado a todos los rincones del mapa vitivinícola. Como dijese aquél filósofo alemán en sus últimos días en los Alpes suizos de Sils-Maria, “lo que no nos mata, nos fortalece”.
Algarrobo, Enero 2008.
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