Definitivamente la Chimba es un lunar en la ciudad. Benigno a veces, maligno otras, lo cierto que es las dimensiones del orden establecido se diluyen en un escenario tan peculiar como este, tan cargado de historia, quizás como ningún otro de la capital. El corazón de la Chimba es la Vega; Un lugar simplemente fascinante, un imperdible de Santiago. Una expresión medieval del comercio, tradicional en un sentido profundo, pero gravemente amenazada por la desconfianza y malestar de las autoridades. Es un espacio espontáneo, efectivamente como pocos en Santiago de Chile; un espacio con una dimensión pública omnipresente y cuya confraternidad e interacción personal muestra peso histórico y fortaleza. Es también una muestra maravillosa de la riqueza de Chile, una mezcla de su gente trabajadora y amable junto a las bondades casi inagotables de su tierra. Una verdadera fiesta multicolor con frutos de todos los rincones del país, lo mejor de lo mejor de nuestro terruño preparado para el visitante-cliente capitalino.
Un mercado abundante y barato, ajeno a las sofisticaciones detestables de la post-modernidad (¿Post-normalidad?) y a sus más execrables “valores agregados” o usura como se le llamaba antaño, cuando las cosas mantenían su nombre. Es un lugar todavía a escala humana, conmensurable, sufrible, fumable. Afable, querible. Eso si, hasta el ocaso. Desde ahí es territorio de los choros, aquellos que de mañana son pacíficos rotos y de noche, en una ley más propia, viven su dimensión alterna en plenitud. En convivencia con putas marchitas, simples borrachines y delincuentes. Aunque cada vez menos, en retirada por la voluntad de la autoridad, en primera instancia, del progreso en segunda. Un progreso desde cuya perspectiva se vuelve intolerable un lugar tan feo, desordenado y hediondo como la Vega y sus alrededores, con gentes “maltrechas” que no se ajustan al canon de un país que aspira a la fantasía del desarrollo escandinavo, donde lo único medianamente similar a la Chimba pueden ser chilenos que escaparon de la Dictadura para refugiarse en las bondades de la cúspide primer-mundista.
Los “Torrejas del Mapocho” (según sus propias palabras)
Amigos fieles del Quinto Patio.
En efecto, esta foto fue tomada a la entrada del bar el sábado a las 11.00 de la mañana.
Todos, sin excepción, están ya bebidos y se dirigen a celebrar el triunfo de Colo-Colo al Quinto Patio.
Bueno, dentro de este fascinante lugar que es la Vega, nos detendremos enun rincón especial. Un pasillo a otra época, un lugar de encuentro de las más selectas estirpes veguinas: El Quinto Patio, un restaurante-schopería-picá típico del sector, una taberna enquistada en el corazón de la Vega; receptora de cargadores y pionetas durante el día y... otras gentes más fantásticas al caer la noche.
El Quinto Patio es en realidad una antigua casa convertida en taberna. Opera desde hace aproximadamente unos treinta años y básicamente no ha sufrido grandes transformaciones. Podría decirse que la Historia Universal le ha pasado por el costado. Posiblemente el único daño que le haya producido el paso del tiempo se reduzca a las grietas del último terremoto y la cirrosis de sus amigos. El resto: mesas, meseros, baños, barra, sigue, en palabras de su propio dueño, prácticamente igual. En él ha habido toda clase de sucesos de índole veguina, las más renombradas trifulcas y por supuesto un par de apuñalamientos. Es un bar no apto para cardíacos ni pusilánimes. Un antro orgulloso que tiene clientela asegurada.
El día comienza temprano, alrededor de las diez de la mañana con los primeros visitantes que han finalizado la labor de acarreo de cajas en la Vega. (Como los amigos de la foto). Allí se toma la clásica “malta con huevo”, “navegao”, “pipeño”, “borgoña”, “pilsen”, por supuesto el vino “tinteli” y la chicha. Nada del otro mundo, todo pura tradición. Hay platos caseros como tallarines con boloñesa, merluza frita con ensalada chilena o agregados varios, cazuela de ave y vaca, papas fritas, churrascos y completos. Una selecta muestra de lo más típico de nuestra tradición culinaria. Los almuerzos comienzan al mediodía y duran hasta las cuatro de la tarde. Luego solamente hay comida-fusión: completos, papas fritas y churrascos. Lo que queda del día es para beber, hasta, aproximadamente, las dos de la mañana.
Ciertamente que el Quinto Patio es un lugar simbólicamente lejano para el visitante. Con otros códigos, otro idioma distinto del castellano: es otra cultura respecto no sólo de la que es posible encontrar en otras clases sociales más acomodadas -como le dicen los siuticos hoy en dia-, sino posiblemente fuera de un contexto tan peculiar como este. Quizás en la Vega Lo Valledor haya algo parecido o algo similar en las caletas de pescadores o puertos añejos. Pero en Santiago, es algo único o bien compartido con pocos otros lugares.
La tarde transcurre serenamente entre de vasos de vino y pilsen, con un aire casi indescriptible de melancolía. Nada emparentado con las visiones afrancesadas de la bohemia de muchos poetas capitalinos y bien de jóvenes entusiastas con las putas y los borrachos. Es un aire de pobreza ruda, épica. Hombres que se aparecen como forjadores de este Chile ingrato; constructores de casas, edificios, caminos. Constructores de identidad, de cultura aciaga, que quizás sea la verdadera fuente de inspiración para los huachacas.
Un día entero en este lugar podría parecerse a nada antes visto por este escritor... En las dos ocasiones que allí estuve, la primera entre las 11.00 y las 12.30 hrs. de un día sábado y la segunda entre las 17.00 y 18.40 hrs. de un día jueves vi tantas cosas, tantas evocaciones de un mundo en extinción que es difícil imaginar cómo sería estar doce o dieciséis horas sentado en el Quinto Patio. Tendría que aprender a pelear como lo choros, a seducir mujeres como los choros, a beber abundantemente, como los choros, a trabajar como los choros, a vestirme como ellos y tratar de no parecer un pijesito inquieto que nada tiene que hacer allí.
Porque, a fin de cuentas, este no es otro que un lugar de encuentro de los choros, los veguinos iniciados, curtidos en el mundo de las tabernas que huelen mal, donde se toma vino malo, pilsen y no cerveza, pisco solo cuando hay plata (Y plata para la juerga parece no faltar). No es ni será nunca un lugar para turistas, ni para trabajos académicos. No dejará de ser el punto de encuentro entre los trabajadores de madrugada que buscan calmar la sed, alegrarse en el alcohol y la amistad, la camaradería. Saber que merecen un buen trago cuando están alegres o lo necesitan en la tristeza. Con una botella igual de curvilínea que las mujeres, pero que sin mezquindad alguna para calmar las pasiones, sin pedir nada a cambio.
Así es el Quinto Patio, no apto para forasteros.
La Chimba, otoño del 2006.
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Epilogo: Espacio socio-cultural fronterizo marcado por el río Mapocho...
La frontera, a diferencia del límite, es una entidad permeable. Un lugar de tránsito, controlado o no, entre dos territorios previamente definidos. De intercambio también, reciprocidad y procesos de transculturación. En este sentido, podemos decir que el río Mapocho, en esta latitud de la ciudad es efectivamente una frontera entre dos culturas: la chimbesca y la santiaguina tradicional. Un lugar de conjunción e interacción de ambos mundos, de tránsito libre a veces y temeroso en otras. Un espacio definido como transitorio entre la ciudad que avanza y la que se aferra a sus tradiciones de barrio y estirpe. Dos visiones de una ciudad-mosaico, una ciudad heterogénea y diversa.
Esta frontera permanece abierta sin interrupciones, pero durante ciertas horas del día se vuelve peligrosa, oscura. Pujante, bullente en el día; misteriosa, violenta y traicionera por la noche.
Marcada por el río y sus puentes, la historia de este espacio es también la historia de buena parte de todos los santiaguinos. Lugar de acceso a la capital, terminal frutícola y centro del comercio mayorista y minorista de la capital desde siempre, la Chimba es un apéndice de Santiago con identidad propia y orgullo. Y la convivencia e interacción entre ambas partas es lo que la define como una frontera socio-cultural. El saber efectivamente que estás cruzando el río para adentrarte en otra cosa, en otro espacio de la ciudad, con reglas urbanas y códigos culturales que a veces se comparten pero que en ocasiones no suelen ser los mismos. Un espacio algo más violento y turbulento, aciago, remolón en una modernidad que pasa por arriba o por abajo, nunca por el medio ni por adentro...
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